Buscando una página de powerpoints de esos que se envían por correo (por cierto, ¿porqué enviar el powerpoint en sí? ¿porqué no enviar el enlace simplemente y tú te lo descargas si quieres? Se empieza desperdiciando ancho de banda y luego viene el calentamiento global...) he visto que entre los top descargas apenas hay porno, alguna camiseta mojada entre una mayoría de paisajes, flores, sabiduría o directamente religiosos: que si padres en asilo o niños terminales...
Como dice Buenafuente, los que hace Sor Powerpoint,
[Anteriormente en socanet: robótica y semana santa por _luis_]
Estabamos er Juanlu y yo viendo en casa la V.O. subtitulada de "No es pais para viejos".
Y Barden ya se había cargao a unos cuantos, cuando empezamos a oir en la calle unos gritos, algo que es frecuente en ese barrio, pero ya era un poco tarde.
De repente, tocaron al timbre insistentemente... Paramos la peli..., encendimos las luces.., Juanlu en pijama, salió a ver quien era.
La vecina: Corre quita el coche que la policía está multando a todos los que tienen el coche aparcado en la calle.
Juanlu: Voy, gracias.
Entonces subí la persiana para interesarme por los gritos, mientras er Juanlu se cambiaba de pantalones y se ponía unos zapatos. Veo a un policía escribiendo, qué eso intranquiliza ¡un huevo!, con perdón.
Yo: Espere, que ahora mismo bajan a quitar ese coche ( a voces)
Me mira y amablemente el policía se dirijió al siguiente coche y continuó implacablemente colocando multas a todos los coches que estaban aparcados en la calle. Era un robot, una vez colocada la multa sobre el limpiaparabrisas no retiraba ni una. Ya le podían decir lo que fuera. Esto no tendría importancia, ni sería anecdótico, si de repente no viera como algunos vecinos y vecinas salían en pijamas, a increpar al policía.
Mientras algunos niños del barrio retransmitían a voces todo lo que iba sucediendo. Otros vecinos se asomaban al balcón incorporándose al motín vecinal.
Niños: Er Oscar ha llamao a la poli, porque no podía entrar en la cochera y ahora están multando a Er Antonio.
Quinceañera: Me ha dicho a mi el policía que ha sido er Oscar, y que me caiga muerta ahora mismo si no es verdad.
Mujer del Oscar con un bebe agarrado en un brazo y asomada al balcón( qué me recordaba a Michael Jackson):Mi marío ha llamao, sólo para que retirarán er coche que está aparcado en frente de la cochera.
Vecina del Oscar(situada en el balcon de la izquierda): Han sido estos.(Apuntaba con el dedo a la muchacha del balcón y hablaba con otros vecinos en la calle)
Yo permanecía callada ante la escena de Omaita y toda su familia. Juanlu ya se había ido a aparcar el coche a otra parte. La policia había puesto varias multas y también se había marchado. Había unos seis coches que estaban subidos a la acera con sus respectivas multas, que en nuestro barrio no tiene ninguna elevación, sólo se reconocen unas filas de baldosas rojas. Los vecinos en pijamas que habían salido a la calle se iban calentando y desahogando en conversaciones paralelas. Unos en contra del Oscar, otros culpando a la policia, al Ayuntamiento, etc. Y en mitad de la performance sale el Oscar al balcón, no sé como describirlo, si lo tuviera que encuadrar en una teleserie diría que en AIDA. Chulo, mal educado, vocinglero,utilizaba gestos amenazantes.
Oscar: Esos son unos.....(refiriéndose a la policía). No saben hacer ná, una patá en el culo ......(cien mil insultos lanzó a voces a la policía)
No sé si su instinto de primate le hizo ver, que la mejor defensa era un buen ataque. Desde luego pensar ése, no piensa. En vista del nivel que tomaba la conversación decidí bajar la persiana hasta que regresara Juanlu a casa.
No me estraña que pasen cosas como las de Mirandilla. Cuando hay dinero de por medio la gente pierde la educación y la razón. Bueno, espero no haberos aburrido, pero después de unos post frikis un poco de realidad de barrio no viene mal. La peli de Bardem no está mal, el psicopata da miedo, pero a veces la gente "normal" también da miedo.
Siento interrumpir tu maratón de posts, pero el caso es que he encontrado el vídeo que perdiste y lo he subido a Youtube.
Que os guste.
PD: Sin comentarios sobre la revelación de conversaciones sin permiso.
En el segundo capítulo de la primera temporada, Joel se maravilla de lo que hay en la tienda. Y es que la realidad está llena de spam.
Como dice ese famoso personaje de ciencia ficción: "¡Dios mío! está lleno de ... anuncios" (Fry, en Futurama, al conectarse a la realidad virtual que hace las veces de internet en al año 3000)
(Bertín, aquí explican la etimología)
[12/24] Me tomo un respiro
Greg Bear tiene novelas quizá demasiado aparatosas para mi gusto: muchos personajes, acción acelerada, se conmueven los cimientos del universo. Pero me engancha.
En "la radio de Darwin" instruye deleitando sobre los hipotéticos mecanismos evolutivos subyacentes al equilibrio puntuado.
-Aquí sobre el papel de los virus en la evolución y en la integración de sistemas complejos
-este mes en el investigación y ciencia barajar genomas como fuente de evolución en invertebrados
- Algún día pondré mi genoma para ilustrar un post
- CopyCat, el gato que clonaron y que salió genéticamente idéntico al original, pero de otro color, ¡hay que joderse!
[11/24]
Julio Verne
El anuncio:
La canción "mad about de boy" de Dinah Washington (Rosendo también la pillo al vuelo.) [dita sea, goear sigue caído] a ver este:
El ed2k de la peli de Frank Perry. No aporta nada sobre el cuento. Bueno, que se le ve el culo a Burt Lancaster (en una parte que se nota censurada porque se oye el audio original, que vergüenza).
Y el cuento:
[10/24]
Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
-Anoche bebí demasiado. -Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
-Bebí demasiado -dijo Donald Westerhazy.
-Todos bebimos demasiado -dijo Lucinda Merrill.
-Seguramente fue el vino -dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad -vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto -parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto -nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
-Caramba, Neddy -dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. -Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. -Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos -esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher
?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista -latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto -había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación "TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN". Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse -perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
-¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo "Hola, hola", para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
-Estoy nadando a través del condado -dijo Ned.
-Vaya, no sabía que era posible -exclamó la señora Halloran.
-Bien, vengo de la casa de los Westerhazy -afirmó Ned-. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
-Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
-¿Mis desgracias? -preguntó Ned-. No sé de qué habla.
-Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas
-No recuerdo haber vendido la casa -dijo Ned-, y las niñas están allí.
-Sí -suspiró la señora Halloran-. Sí
-Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad-. Gracias por permitirme nadar.
-Bien, que tenga un buen viaje -dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
-Oh, Neddy -exclamó Helen-. ¿Almorzaste en casa de mamá?
-En realidad, no -dijo Ned-. Pero en efecto vi a tus padres. -Le pareció que la explicación bastaba-. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
-Bien, me encantaría -dijo Helen-, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
-Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger -dijo Helen-. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
-Bien, me mojaré -dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro-. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos -dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
-Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo -dijo en voz alta- y también los intrusos.
Ella no podía perjudicarlo socialmente
eso era indudable, y él no se impresionó.
-En mi carácter de intruso -preguntó cortésmente-, ¿puedo pedir una copa?
-Como guste -dijo ella-. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
-Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. -Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares
-Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. -Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor -en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
-¿Qué deseas? -preguntó.
-Estoy nadando a través del condado.
-Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
-¿Qué pasa?
-Si viniste a buscar dinero -dijo-, no te daré un centavo más.
-Podrías ofrecerme una bebida.
-Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
-Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas -una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
The New Yorker, 18 de julio de 1964.
El tetravex es un juego de encajar piezas cuadradas coincidiendo los numeros enfrentados. Como un dominó con cuatro valores por pieza, en vez de dos.
Aquí una versión flash bastante jugable.
Para encajar algunas veces las piezas hay que "podar" mentalmente el árbol de posibles colocaciones. (bueno, cada uno que piense su estrategia, no soy capaz de explicarla aquí, que voy fatal de tiempo).
El caso es que estas baldosas las usó el lógico chino Hao Wang para relacionar máquinas de Turing con mosaicos de baldosas. Por lo visto, cada máquina de Turing tiene un embaldosado equivalente. (Independientemente de esto, es un juego NP-completo: cualquier problema NP puede replantearse, en tiempo polinómico, como resolver cierto TETRAVEX. esto tengo que entenderlo algún día ). Hao Wang es también editor de obras de Gödel
Hay otros juegos que son NP-completos, como el buscaminas (aquí lo explica Ian Stewart en el contexto de "P=NP?", uno de los "millenium prizes" de 1000000$) y mi preferido, el sokoban.
Del Klotski (las piedras polacas, el burro rojo) no he encontrado mucha teoría matemática. Cuando acabe los 24 post me pongo
[9/24]
Cuando quise decir en un post anterior el oficio de un personaje que sabía historias y las contaba para distracción de la gente, no me salia la palabra "bardo".
Así que le pregunté a google con (trovador, vate, poeta, asuranceturix) y me dijo esto.
¡qué bonito oficio, menestrel!
[8/24]
James Sawyer en perdidos lee bastante, pero la referencia directa a "la invención de Morel" sorprende:
(aquí otra compilación, menos actualizada, de libros en "perdidos")
El caso es que desde que en los primeros capítulos salió "la colina de watership" he querido poner algo de este libro, que me recuerda a "El señor de los anillos" (aparte de por la época en que lo leí) por la épica, por las historias que se cuentan los personajes, por su lenguajes inventados y mapas que llaman a la aventura. El que los personajes sean conejos que cruzan unas granjas no resulta burlón ni infantil, sino extrañamente humano.
Diente de Leon es un conejo poeta, bardo que conoce los mitos. Una noche con su amigo Pelucón les pilló fuera de la madrigera y, para pasar el miedo, le cuenta el mito sobre el don que Frith (el Sol) dió a El-ahrairah (el conejo primigenio). [Si alguna vez habéis visto un conejo por el campo, seguro que habeis visto el mayor de los dones de Frith]
[7/24]
Hace mucho tiempo, Frith creó el mundo. También creó todas las estrellas y el mundo es una de las estrellas. Las creó diseminando sus excrementos por el cielo y ésa es la razón de que haya tanta hierba y tantos árboles en el mundo. Frith hace fluir los arroyos. Le siguen mientras cruza el cielo y cuando deja el cielo le buscan toda la noche. Frith creó a todos los animales y aves, pero al principio todos eran iguales. El gorrión y el cernícalo eran amigos y ambos comían semillas y moscas. Y el zorro y el conejo eran amigos y ambos comían hierba. Y había mucha hierba y muchas moscas, porque el mundo era nuevo y Frith brillaba radiante y cálido todo el día.
»Pues bien, El-ahrairah estaba entre los animales de aquellos días y tenía muchas esposas. Tenía tantas que no se podían contar, y las esposas tenían tantas crías que ni siquiera Frith podía contarlas, y comían la hierba y los dientes de león y las lechugas y el trébol y El-ahrairah era el padre de todos. Pelucón emitió un gruñido apreciativo. Y al cabo de un tiempo continuó Diente de León, al cabo de un tiempo la hierba empezó a escasear, y los conejos vagaban por todas partes, multiplicándose y comiendo mientras viajaban.
»Entonces Frith dijo a El-ahrairah: Príncipe Conejo, si no puedes controlar a tu pueblo, yo encontraré maneras de controlarlo. Así que presta atención a lo que digo. Pero El-ahrairah no quería escuchar y dijo a Frith: Mi pueblo es el más fuerte del mundo, porque cría más deprisa y come más que cualquier otro pueblo. Y esto demuestra cuánto aman a su Señor Frith, porque entre todos los animales son los más sensibles a su calor y su esplendor. Debéis comprender, mi Señor, lo importantes que son y no poner obstáculos a sus hermosas vidas.
»Frith podría haber matado en el acto a El-ahrairah, pero su intención era mantenerle en el mundo porque lo necesitaba para jugar y hacer bromas y travesuras. Así que decidió vencerle no mediante su gran poder, sino mediante un truco. Anunció que celebraría una gran reunión y que en su transcurso daría un regalo a cada animal y ave que lo hiciera diferente del resto. Y todas las criaturas se pusieron en camino para acudir al lugar de la reunión. Pero cada una llegó a una hora distinta, porque Frith se había asegurado de que así fuera. Cuando llegó el mirlo, le dio su bello canto, y cuando llegó la vaca, le dio sus cuernos puntiagudos y la fuerza de no temer a ninguna otra criatura. Y así les tocó el turno al zorro, al armiño y a la comadreja. Y Frith concedió a cada uno de ellos la astucia, la fiereza y el deseo de cazar y matar y comer a los hijos de El-ahrairah. De modo que se alejaron de Frith con el único afán de matar conejos.
»Mientras tanto, El-ahrairah bailaba, copulaba y se jactaba de que iba a la reunión de Frith a recibir un gran regalo. Y por fin salió hacia el lugar de reunión. Por el camino, se detuvo a descansar en la ladera suave y arenosa de una colina. y mientras descansaba, sobrevoló la colina el oscuro Vencejo, que iba gritando: ¡Noticias! ¡Noticias! ¡Noticias! Porque, no sé si sabéis que esto es lo que ha dicho desde aquel día. Así pues, El-ahrairah le llamó y preguntó: ¿Qué noticias? Verás dijo el Vencejo-, no me cambiaría por ti, El-ahrairah. Porque Frith ha dado al zorro y a la comadreja corazones astutos y dientes afilados y al gato, pies silenciosos y ojos que pueden ver en la oscuridad, y han abandonado la casa de Frith para matar y devorar todo lo que pertenece a El-ahrairah. Y se alejó volando sobre las colinas como un relámpago. Y en aquel momento, El-ahrairah oyó la voz de Frith gritando: ¿Dónde está El-ahrairah? Porque todos los demás han recibido su regalo y se han ido y yo he venido a buscarlo.
»Entonces El-ahrairah supo que Frith era demasiado listo para él y se asustó. Pensó que el zorro y la comadreja venían con Frith y se volvió a la colina y empezó a cavar. Cayó un agujero, pero aún era poco profundo cuando Frith llegó a la colina, solo. Y vio el trasero de El-ahrairah asomando en el agujero y la tierra que salía despedida mientras cavaba. Al ver esto, gritó: Amigo mío, ¿has visto a El-ahrairah, porque le busco para entregarle mi regalo? No contestó El-ahrairah, sin salir. No le he visto. Está muy lejos. No ha podido venir. Entonces dijo Frith: Pues sal de este agujero y te bendeciré en su lugar. No, no puedo contestó El-ahrairah, estoy ocupado. El zorro y la comadreja vienen hacia aquí. Si quieres bendecirme, bendíceme el trasero, porque asoma por el agujero.
Todos habían oído la historia: durante las noches de invierno, cuando las gélidas corrientes recorren los pasajes de la madriguera y el agua helada llena los hoyos de los corredores subterráneos; y en las tardes de verano, sentados sobre la hierba, a la sombra del espino rojo, envueltos en el dulce olor a descomposición de las flores marchitas del saúco. Diente de León la contaba muy bien e incluso Puchero olvidó su cansancio y el peligro y recordó en su lugar la indestructibilidad de los Conejos. Cada uno de ellos se veía como El-ahrairah, que podía ser insolente con Frith y salir impune.
Entonces continuó Diente de León, Frith se sintió benévolo con El-ahrairah a causa de su ingenio y porque no se rindió aun cuando pensaba que venían el zorro y la comadreja. Y dijo: «Está bien, te bendeciré el trasero, ya que sale del agujero. Trasero, sé fuerte, prevenido y rápido para siempre y salva la vida de tu amo. ¡Que así sea!» Y mientras hablaba, la cola de El-ahrairah adquirió una blancura radiante y centelleó como una estrella, y sus patas negras se hicieron largas y poderosas y pateó la ladera hasta que los mismos escarabajos cayeron de las briznas de hierba. Salió del agujero y corrió por la colina más deprisa que cualquier criatura del mundo. Y Frith le gritó: «El-ahrairah, tu pueblo no puede gobernar el mundo porque yo no lo he dispuesto así. Todo el mundo será tu enemigo, Príncipe con Mil Enemigos, y te matarán si te alcanzan. Pero antes tendrán que atraparte, a ti, que cavas y escuchas y corres, príncipe con la alarma presta. Sé astuto e ingenioso y tu pueblo nunca será destruido.» Y El-ahrairah supo entonces que, aunque no podía burlarse de él, Frith era su amigo. Y cada atardecer, cuando Frith ha terminado el quehacer diario y yace tranquilo y en paz bajo el cielo rojo, El-ahrairah y sus hijos y los hijos de sus hijos salen de sus agujeros y se alimentan y juegan ante su vista, porque son amigos suyos y les ha prometido que nunca serán destruidos.
Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Mateo 25,29
Intentando imbuirme de la terminología pedagógica necesaria para redactar un proyecto solicitando ayuda a la docencia, di con el anterior colofón a la conocida parábola de los talentos. Si la leemos como un cuento sobre la gestión de recursos humanos, podemos ver el manido "¿esto entra?" que nos sueltan los estudiantes ante un excurso didáctico como un enterrar la moneda, y las metodologías participativas serán recibidas con un "profe duro, que cosecha donde no siembra y recoge donde no esparce".
Pero aparte de en recursos humanos y autoayuda, que era el campo donde originalmente se aplicaba de la parábola, parece que empezó a usarse este principio en Ecología y Teoría de Sistema por Ramón Margalef. Aquí introducción sencilla. Aquí artículo espeso.
[6/24]
Cuando uno escribe en algún lenguaje de programación, tiene libertad (dentro de unos límites razonables de espacio y tiempo) para hacer cualquier cosa. Tanto es el poder que uno debe ser disciplinado y evitar el escila-caribdis tanto de la excesiva simpleza como del excesivo ingenio (¡y documentarlo, lo más importante!).
Cundo vi la propuesta de "Your wish is my command"[Tus deseos son órdenes para mí] de "programar mediante ejemplos" me recordó esa fábulas sobre los genios que conceden tres deseos que, al no ser sabiamente usados, traen desgracia en vez de fortuna. (Por ejemplo, el spam agrandapollas que nos invade debería aplicarse la fábula de la morcilla. También que tomen nota los gestores del deseo)
Aquí la interpretación del mito por el epítome del vodevil:
Bueno, pues lo he visto muy bien descrito en "Ægypto", de John Crowley:
Si alguna vez un poder sobrenatural (genio, hada madrina, anillo talismánico) apareciera ante Pierce Moffet con tres deseos para concederle, no lo encontraría del todo desprevenido, pero tampoco enteramente preparado.En otros tiempos, la decisión no le habría parecido difícil:utilizaría el tercero de sus deseos para pedir otros tres, y así ad finitum. -y en otros tiempos, tampoco habría tenido ningún escrúpulo en formular deseos que pudieran redundar en distorsiones horrendas de su propio universo y del universo de los demás: trocar su cabeza por la de otro por un día; que los británicos hubieran podido ganar la guerra de la independencia (de niño, había sido profundamente anglófilo); que las aguas del océano se secaran para que él pudiera ver desde su orilla esas montañas y valles fabulosos que, había leído, yacen en el fondo de los mares, más altos y más profundos que todos los de la tierra.
Con una cadena infinita de deseos él podía, teóricamente claro está, reparar los daños que infligiera; pero a medida que se hacía mayor, menos seguro se sentía de su sensatez y de su capacidad de hacer las cosas de modo que todo resultara para bien. Y a medida que se imbuía de las moralejas de las decenas de cuentos admonitorios que leía, cuentos de deseos horriblemente malgastados, de deseos que arteramente se volvían en contra de sus deseadores, de deseos mal expresados o formulados a la ligera, que precipitaban al codicioso, al estúpido, al atolondrado, alos abismos que ellos mismos creaban, empezó a reflexionar más largamente sobre la cuestión. Pata de mono: devuélveme [...spoiler...]. Muy bien: preparame un martini. Y Midas, primer ejemplo y de todos el más terrible. Y no porque ellos, esos poderes que otorgan los deseos, decidió Pierce, buscaran nuestra destrucción, ni tampoco nuestra instrucción moral:sólo están compelidos, cualesquiera que sean las circunstancias, a hacer lo que nosotros requerimos de ellos, nada más, nada menos. Nadie pretendió darle a Midas una lección sobre valores falsos y verdaderos; el demonio que le concedió su deseo nada sabía de tales valores; no sabía, ni le importaba, por qué Midas podía desear su propia destrucción. Era su deseo y le fué concedido. Midas se abrazó a su esposa; tal vez el demonio se haya quedado por un momento perplejo ante la desesperación de Midas. Pero al no ser él mismo humano, al ser tan sólo un poder, no pendó más en ello, y partió al encuentro de otros deseadores, prudentes o temerarios.
Nada imaginativos, profundamente estúpidos desde el punto de vista humano, niños fuertes capaces de romper a la ligera, como un juguete, el curso natural de las cosas, y de destrozar también corazones humanos lo bastante insensatos como para no comprender cuánto aman ese curso natural de las cosas y cuánto necesitan de él: a esos poderes era preciso enfrentarlos con cautela.
El espoiler contenido en el texto es sobre el cuento "la pata de mono" (incluido en la "antología de la literatura fantástica" de BorgesCasaresOcampo) , que cortapego en "seguir leyendo...". Por cierto nuestra amiga la wikipedia dice que Norbert Wiener relacionó este cuento en Dios y Golem, S.A. con el advenimiento de las máquinas von Neumann.
[y basta con este, que no llego a los 24]
[5/24]
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
Oigan el viento dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
Lo oigo dijo éste moviendo implacablemente la reina. Jaque.
No creo que venga esta noche dijo el padre con la mano sobre el tablero.
Mate contestó el hijo.
Esto es lo malo de vivir tan lejos vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
No te aflijas, querido dijo suavemente su mujer, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
Ahí viene dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
El sargento-mayor Morris dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
Hace veintiún años dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
No parece haberle sentado tan mal dijo la señora White amablemente.
Me gustaría ir a la India dijo el señor White. Sólo para dar un vistazo.
Mejor quedarse aquí replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas dijo el señor White. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
Nada contestó el soldado apresuradamente. Nada que valga la pena oír.
¿Una pata de mono? preguntó la señora White.
Bueno, es lo que se llama magia, tal vez dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
¿Y qué tiene de extraordinario? preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
Un viejo faquir le dio poderes mágicos dijo el sargento mayor. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
Las he pedido dijo, y su rostro curtido palideció.
¿Realmente se cumplieron los tres deseos? preguntó la señora White.
Se cumplieron dijo el sargento.
¿Y nadie más pidió? insistió la señora.
Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán dijo, finalmente, el señor White. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
Y si a usted le concedieran tres deseos más dijo el señor White, ¿los pediría?
No sé contestó el otro. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
Mejor que se queme dijo con solemnidad el sargento.
Si usted no la quiere, Morris, démela.
No quiero respondió terminantemente. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
¿Cómo se hace?
Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
Parece de las Mil y una noches dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
Si está resuelto a pedir algo dijo agarrando el brazo de White pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren, no conseguiremos gran cosa.
¿Le diste algo? preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
Una bagatela contestó el señor White, ruborizándose levemente. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
Sin duda dijo Herbert, con fingido horror, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
No se me ocurre nada para pedirle dijo con lentitud. Me parece que tengo todo lo que deseo.
Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
Quiero doscientas libras pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
Se movió dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer. Se retorció en mi mano como una víbora.
Pero yo no veo el dinero observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa. Apostaría que nunca lo veré.
Habrá sido tu imaginación, querido dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama dijo Herbert al darles las buenas noches. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
Todos los viejos militares son iguales dijo la señora White. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza dijo Herbert.
Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias dijo el padre.
Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta dijo Herbert, levantándose de la mesa. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas dijo al sentarse.
Sin duda dijo el señor White. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
Habrá sido en tu imaginación dijo la señora suavemente.
Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
Vengo de parte de Maw & Meggins dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
Lo siento... empezó el otro.
¿Está herido? preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
Mal herido dijo pausadamente. Pero no sufre.
Gracias a Dios dijo la señora White, juntando las manos. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
Lo agarraron las máquinas dijo en voz baja el visitante.
Lo agarraron las máquinas repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
Era el único que nos quedaba le dijo al visitante. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida dijo sin darse la vuelta. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente prosiguió el otro. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
Doscientas libras fue la respuesta.
Sin oir el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
Vuelve a acostarte dijo tiernamente. Vas a coger frío.
Mi hijo tiene más frío dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
La pata de mono gritaba desatinadamente, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
La quiero. ¿No la has destruido?
Está en la sala, sobre la repisa contestó asombrado. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
¿Pensaste en qué? preguntó.
En los otros dos deseos respondió en seguida. Sólo hemos pedido uno.
¿No fue bastante?
No gritó ella triunfalmente. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
Dios mío, estás loca.
Búscala pronto y pide le balbuceó; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
Fue una coincidencia.
Búscala y desea gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
¡Tráemelo! gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
¡Pídelo! gritó con violencia.
Es absurdo y perverso balbuceó.
Pídelo repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
¿Qué es eso? gritó la mujer.
Un ratón dijo el hombre. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
¡Es Herbert! ¡Es Herbert! La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
¿Qué vas a hacer? le dijo ahogadamente.
¡Es mi hijo; es Herbert! gritó la mujer, luchando para que la soltara. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
Por amor de Dios, no lo dejes entrar dijo el hombre, temblando.
¿Tienes miedo de tu propio hijo? gritó. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
La tranca dijo. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
Llegó Gema el otro día con un peinado muy salao: corto, como a ella le gusta, pero bien planteado, que tiene un peluquero con estudios. El caso es que le dije: "es como..., me recuerdas... viñetas desestructuradas,... fusta....".
Quería decir Valentina, el personaje de Guido Crepax:
El caso es que buscando la referencia, dí con Louise Brooks, que inició la moda. Aquí se pone penagos:
"¡Ya tengo post!", me dije, relacionando el "-Loulou..? -Oui, c'est moi" con la escabrosa peli que la hizo famosa en Europa. Pero luego encontré algo mejor.
En el libro "oveja mansa", de Connie Willis, se describe como funciona una investigación científica bastante bien: el punto kafkiano de las subvenciones, las relaciones de status, el misterio subyacente a lo real... El objeto de investigación es "¿cómo se pone de moda y deja de estarlo el pelo corto?", y se intenta comprender con las dinámicas caóticas que se forman en el seno de un rebaño de ovejas, porque no había dinero para comprar monos.
Es muy divertida de leer, sobre todo por la forma en que se burla/integra teorías meméticas. Es femenina: los personajes hablan mucho y no importa lo que pasa sino cómo se lo toman. por ejemplo el siguiente párrafo mezcla modas lectoras con ángeles de la guarda con cracks bursátiles con Irene Castle(una de las pioneras en lo del pelo corto y en lo de bailes sudamericanos vulgares que se ponen de moda -¡perrea!-) con Poincaré:
Me asomé a la ventana y contemplé la escarcha y luego me metí en la cama y leí Llevada por el destino de cabo a rabo, cosa que no fue ninguna hazaña. Sólo tenía noventa y cuatro páginas, y estaba tan espantosamente escrito que se pondría sin duda muy de moda.Se basaba en la idea de que todo estaba ordenado y organizado por los ángeles de la guarda, y la heroína tendía a decir cosas como «¡Todo pasa por una razón, Derek! Rompiste nuestro compromiso y te acostaste con Edwina y estuviste implicado en su muerte, y yo me volví hacia Paolo en busca de consuelo y me fui con él a Nepal para aprender el significado del sufrimiento y la desesperación, sin los cuales el amor carece de sentido. Todo (el choque del tren, el suicidio de Lilith, la drogadicción de Halvard, el hundimiento de la bolsa) fue para que pudiéramos estar juntos. Oh, Derek, hay una razón detrás de todo.»
Excepto, al parecer, detrás del pelo corto. Me desperté a las tres con Irene Castle y los clubs de golf rondándome la cabeza. Eso mismo le sucedió a Henri Poincaré. Llevaba días y días trabajando en funciones matemáticas, y una noche tomó demasiado café (que probablemente surtió el mismo efecto que la mala literatura) y no pudo dormir, y se le ocurrieron ideas matemáticas «a puñados».
[4/24]
Ya está algo viejo esto, pero me hizo mucha gracia pasear por el campus de Delft
(ya no está activo). Se pueden hacer zooms gordísimos.
La técnica para hacerlas es la que aquí sigue Z-25:
Aquí lo explican muy bonito con unos riscos. Interactúa con el paisaje urbano de harlem (aquí uno lo dejó en video).
Por cierto, la barrera psicológica del terapíxel ya se ha superado. Y como dicen estos frikis, es una
teta.
[ejercicio para el lector: la foto del planeta que saldría juntando todas las de googlemaps a su máxima resolución, ¿cuántos píxeles tendría?]
[3/24]
Este fin de semana tampoco conseguí llegar: le echaremos la culpa a la edad
[2/24]
Intervenciones en el "1,2,3" de la época de Mayra, que me dejaban boquiabierto:
[1/24]
Como tengo el blog algo dejado, voy a poner 24 post en las próximas 24 horas.
Ya sé que es como el que ha olvidado cuidar una planta, ya reseca, y lo intenta corregir empapuzándola, pero el gato es mío y ...
(igual inicio un meme, o un deporte olímpico, el "posting de velocidad" -ya sé que es mejor el "posting de fondo", pero siempre hay otra cosa que hacer)
Unas reglas, algo difusas:
- No vale tenerlos escritos de antes y pegarlos. Yo tengo unas cuantas ideas, pero no me he puesto a buscar sobre ellas hasta ahora. (Bueno, me voy a aprovechar de los bookmarks, la verdad)
- Tienen que estar algo trabajados, no va a ser esto un oink. (aunque bueno, tampoco se me pueden pedir fogonazos)
Ha sido algo laborioso hacerse la lista, pero para empezar ahí va:
Últimamente paseamos por unos jardines que han hecho en el campus, y entre las conversaciones que salen está la de si "son galgos o son podencos" los floripondios que ornan los caminos. En particular me llama la atención el estramonio, por sus alucinógenos poderes (¿no había un grupo de rock satánico que se llamaba así?) Comparense wikispecies (sinóptica) con la encyclopedia of life(navegación tipo portal).
También hablamos de la caléndula, el cantueso y la alhucema.
Espero que sobrevivan al herbicida que están echando los cuidadores. Es que como quieren un jardín típico extremeño, tienen que quitar lo que sale espontáneamente. (Paradójico, lo sé.)
Hace tiempo le dije a Juanlu que por qué no añadía al blog algo para oir música mientras uno lo lee.
Luego nos juntamos en Gata y nos dijimos un chorro de canciones (las diez mejores) de las que no recuerdo ni las que yo dije. Si os parece bien, reeditamos la elección de las diez mejores, hacemos una selección y las ponemos en una playlist como ésta
...que alguien colgó en Radio.blog.club.
Se ve que al julai le gusta la buena guitarra.