Ya me ha mandado Rosendo un par de enlaces interesantes; tanto, que me digo "voy a ornar esto como se merece"... con lo que nunca lo hago y así me dice él (con razón):"¿Qué pasa?¡No necesitas una frase ingeniosa que por ejemplo contenga todos los signos de puntuación para publicar!". (Vaya, en la anterior me faltan - ' `[] y algunos más)
Empiezo a remediar esto con Los Papalagi
Lo de tomar otra cultura como referente para señalar críticamente aspectos de la propia es recurso frecuente en diversas culturas. Nosotros podemos apreciar un mito de una tribu amazónica pero los tasurinchi (unos indios machiguenga que salen en "el hablador" de Vargas Llosa) se cuentan una historia que cortapego en "seguir leyendo". Los antiguos griegos se contaban mitos de los para ellos antiguos egipcios, y en los cuentos de las mil y una noches, para dar ambiente exótico y misterioso a una historia dicen que discurre en China, como Aladino.
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Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Mucho aprendo en cada viaje, escuchando. ¿Por qué los hombres pueden plantar y recoger la yuca en el yucal y no las mujeres? ¿Por qué las mujeres pueden plantar y arrancar el algodón en la chacra y no los hombres? Hasta que, una vez, allá por el río Poguintinari, escuchando a los machiguengas, lo entendí. «Porque la yuca es macho y el algodón hembra, Tasurinchi. A la planta le gusta tratar con su igual, pues.» Hembra con hembra, macho con macho. Ésa es la sabiduría, parece. ¿Cierto, lorito?
¿Por qué la mujer que perdió a su marido puede ir de pesca y, en cambio, no puede cazar sin que peligre el mundo? Cuando flecha a algún animal, la madre de las cosas sufre, dicen. Sufrirá, tal vez. En las prohibiciones y en los peligros pensaba mientras venía. «¿No tienes miedo de viajar solo, hablador?», me preguntan. «Acompáñate con alguien, más bien.» Me acompaño, a veces. Si alguien va por mi rumbo, andamos juntos. Si veo a una familia andando, ando con ella. Pero no siempre es fácil hallar compañía. «¿No tienes mie-do, hablador?» No tenía, antes, porque no sabía. Ahora tengo. Ahora sé que podría encon-trarme, en una quebrada, en un caño, a un kamagarini o a uno de los monstruos de Kienti-bakori. ¿Qué haría entonces? No lo sé. A veces, cuando he levantado el refugio, clavado los palos en la orilla del río, puesto encima las hojas de la palmera, empieza a llover. ¿Y si se aparece el diablillo, qué harás?, pienso. Y me paso la noche despierto. Hasta ahora no se apareció. Quizá lo espantan las hierbas de mi chuspa; quizá, el collar que el seripigari me colgó, diciendo: «Te protegerá contra los demonios y las mañoserías del machikanari.» Nunca me lo he quitado desde entonces. El que ve a un kamagarini perdido en el bosque, ahí mismo muere, aseguran. No habré visto a ninguno todavía. Quizá.
Tampoco es bueno viajar solo por el monte debido a las prohibiciones de la cacería, me explicó el seripigari. «¿Cómo harás cuando caces un mono o fleches una pavita?», diciendo. «¿Quién ha de recoger el cadáver, pues? Si tocas al animal que mataste, te corromperás.» Es peligroso, parece. Escuchando, aprendí cómo hay que hacer. Limpiar la sangre primero, con hierbas o agua. «Le limpias bien su sangre y le puedes tocar. Porque la corrupción no está en la carne ni en los huesos, sino en la sangre del que murió.» Así lo hago y aquí estoy. Hablando. Andando.
Gracias a Tasurinchi, el seripigari de las luciérnagas, nunca me aburro cuando estoy viajando. Tampoco siento tristeza, «Cuántas lunas faltarán todavía para encontrar al primer hombre que anda», pensando. Más bien, me pongo a escuchar. Y aprendo. Escucho con atención, como él hacía. Con cuidado, con respeto, escuchando. Luego de un tiempo la tierra se suelta a hablar. Igual que en la mareada se suelta la lengua de todos y de todas. Las cosas que uno menos creería, hablan. Ahí están: hablando. Los huesos, las espinas. Los guijarros, los bejucos. Las matitas y las hojas que están brotando. El alacrán. La fila de hormigas que arrastra el moscardón al hormiguero. La mariposa con arcoiris en las alas. El picaflor. Habla el ratón trepado en la rama y hablan los círculos del agua. Quietecito, tumbado, con los ojos sin abrir, el hablador está escuchando. Que todos se olviden de mí, pensando. Una de mis almas se va, entonces. Y viene a visitarme la madre de algo que me rodea. Oigo, comienzo a oír. Ya estoy entendiendo. Todos tienen algo que contar. Eso es, quizá, lo que aprendí escuchando. El escarabajo, también. La piedrecita que apenas se ve, sobresaliendo del barro, también. Hasta el piojo del pelo que uno parte en dos con la uña, tiene una historia que contar. Ojalá recordara todo lo que voy oyendo. No se cansarían de oírme, tal vez.
Algunas cosas saben su historia y las historias de las demás; otras, sólo la suya. El que sabe todas las historias tendrá la sabiduría, sin duda. De algunos animales yo aprendí su historia. Todos fueron hombres, antes. Nacieron hablando, o, mejor dicho, del hablar. La palabra existió antes que ellos. Después, lo que la palabra decía. El hombre hablaba y lo que iba diciendo, aparecía. Eso era antes. Ahora, el hablador habla, nomás. Los animales y las cosas ya existen. Eso fue después.
[...]
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Es verdad, él lo adivinó: si no fuera hablador, `me hubiera gustado ser seripigari. Dirigir las mareadas con sabiduría para que siempre fueran, buenas. Una vez, allá, en el río del tapir, el Kimariato, tuve una mala mareada y viví, en ella, una historia que no quisiera recordar. Pero, a pesar de todo, siempre la recuerdo.
Ésta es la historia.
Eso fue después, en el río del tapir.
Yo era gente. Yo tenía familia. Yo estaba durmiendo. Y en eso me desperté. Apenas abrí los ojos comprendí ¡ay, Tasurinchi! Me había convertido en insecto, pues. Una chicha-rramachacuy, tal vez. Tasurinchigregorio era. Estaba tendido de espaldas. El mundo se habría vuelto más grande, entonces. Me daba cuenta de todo. Esas patas velludas, anilla-das, eran mis patas. Esas alas color barro, transparentes, que crujían con mis movimientos, doliéndome tanto, habrían sido antes mis brazos. La pestilencia que me envolvía ¿mi olor? Veía este mundo de una manera distinta : su abajo y su arriba, su delante y su atrás veía al mismo tiempo. Porque ahora, siendo insecto, tenía varios ojos. ¿Qué te ha ocurrido, pues, Tasurinchigregorio? ¿Un brujo malo, comiéndose una mecha de tus pelos, te cambió? ¿Un diablillo kamagarini, entrándose en ti por el ojo de tu trasero, te volvió así? Sentí mucha ver-güenza reconociéndome. ¿Qué diría mi familia? Porque yo tenía familia como los demás hombres que andan, parece. ¿Qué pensarían al verme convertido en un animalejo inmun-do? Una chicharramachacuy se aplasta nomás. ¿Sirve acaso para comer? ¿Para curar los daños sirve? Ni para preparar los bebedizos sucios del machikanari, tal vez.
Pero mis parientes nada decían. Disimulando, iban y venían por la cabaña, por el río, como sin darse cuenta de la desgracia que me sucedía. Se avergonzarían, también, ¡Cómo lo han cambiado!, diciendo, y por eso no me nombrarían. Quién sabe. Y, mientras tanto, yo veía todo. El mundo parecía contento, igual que antes. Veía a los niños levantar las piedras de los hormigueros y comerse, dichosos, peleándoselas, a las hormigas de cáscara dulce. A los hombres, yendo a limpiar las hierbas del yucal o pintándose de achiote y huito antes de salir de caza. A las mujeres, cortando la yuca, masticándola, escupiéndola, dejándola reposar en las bateas del masato y desenredando el algodón para tejer las cushmas. Al anochecer, los viejos preparaban el fuego. Los veía cortar dos bejucos y abrirle un huequito cerca del remate al más pequeño, colocarlo en el suelo, sujetarlo con los pies, apoyar el otro bejuco en el hueco y hacerlo girar, girar, con paciencia, hasta que se desprendía por fin el humito. Los veía coger el polvo en una hoja de plátano, envolverla en algodón, agitarla hasta que el fuego brotaba. Entonces encendían las fogatas y alrededor se dormían las familias. Los hombres y las mujeres entraban y salían, continuando su vida, contentos, tal vez. Sin comentar mi cambio, sin demostrar enojo ni sorpresa. ¿Quién preguntaba por el hablador? Nadie. ¿Alguien le llevaba una bolsa de yuca y otra de maíz al seripigari diciendo «Cámbialo de nuevo en hombre que andan? Nadie. Muchos trajinaban. Evitando mirar hacia el rincón donde yo estaba. Tasurinchigregorio ¡ay, pobre! Moviendo las alas y las patas con rabia, pues. Tratando de darme la vuelta, luchando por incorporarme ¡ay, ay!
¿Cómo pedir ayuda sin hablar? No sabía. Ése sería el peor tormento, quizá. Sabiendo que nadie vendría a ponerme derecho, sufriría. ¿Nunca volvería a andar? Me acordaba de las charapas. Cuando las iba a cazar, a la playita donde salen a enterrar sus crías. De cómo las volteaba cogiéndolas del caparazón. Así estaba yo ahora, como ellas, pataleando, pataleando en el aire sin poder enderezarme. Era chicharramachacuy y me sentía charapa. Igual que ellas, tendría sed, tendría hambre y después mi alma se iría. ¿El alma de una chicharramachacuy vuelve? Tal vez volvería.
De pronto, me di cuenta. Me habían encerrado. ¿Quién, quiénes? Mis parientes, pues, ellos. Habían clausurado la cabaña, tapiado todos los huecos por donde podía escapar. Como a las muchachas en su primera sangre me tenían. Pero a Tasurinchigregorio ¿quién vendría a bañarlo, a sacarlo luego a la vida, ya puro, ya limpio? Nadie vendría, quizá. ¿Porqué habían hecho eso conmigo? Por la vergüenza sería. Para que ninguna visita pudiera verme y sentir asco de mí y burlarse de ellos. ¿Mis parientes me habrían arrancado una mecha de pelos y se la habrían llevado al machikanari para que me volviera Tasurinchigregorio? No, algún diablillo sería, o tal vez Kientibakori. Alguna culpa tendría yo, tal vez, para que, encima de semejante daño, me encerraran como a enemigo. ¿Por qué no traían un seripigari más bien que me devolviera mi envoltura? Tal vez habrían ido donde el seripigari, tal vez te han encerrado para que no te hagas daño saliendo a la intemperie.
Esta esperanza me ayudaba. No te resignes Tasurinchigregorio, no todavía, un rayito de sol en medio de la tormenta era. Y, mientras, seguía tratando de voltearme. Me dolían las patas de tanto moverlas a un lado y a otro y las alas crujían con mis esfuerzos como raján-dose. Cuánto tiempo pasaría, quién sabe. Pero, de pronto, lo conseguí. ¡Fuerza, Tasurinchigregorio! Habría un movimiento más enérgico, estiraría tanto una de las patas. No sé. Pero mi cuerpo se contrajo, se ladeó, giró y ahí lo sentí, debajo de mí, duro. Firme, sólido. Eso era el suelo. Cerré los ojos, borracho. Pero la alegría de haberme enderezado ahí mismo desapareció. ¿Y ese dolor fuertísimo en la espalda? Como si me hubieran quemado, pues. Al brincar tan brusco, o antes, mientras forcejeaba, me había desgarrado el ala derecha en una astilla. Ahí estaba, colgando, partida en dos, arrastrándose. Eso era mi ala, tal vez. Em-pecé a sentir hambre también. Tenía miedo. El mundo se había vuelto desconocido. Peli-groso, quizás. En cualquier momento podían aplastarme. Apachurrarme. Podían comerme. ¡Ay, Tasurinchigregorio! ¡Las largatijas! Temblando, temblando. ¿No había visto, acaso, cómo se comían a las cucarachas, a los escarabajos, a todo insecto que cazaban? El ala rota me dolía más y más y apenas me permitía moverme. Y siempre del hambre su espina, rasgándome el vientre. Traté de tragar la paja seca acuñada en el tabique, pero me rasguñó la boca, sin deshacerse, así que la escupí. Comencé a escarbar, aquí y allá, en la tierra húmeda, hasta que, después de mucho, di con un nido de larvas. Pequeñitas, se movían, queriendo escapar. Eran larvas de poco, el gusano de las maderas. Las tragué despacio, cerrando los ojos, feliz. Sintiendo que regresaban a mi cuerpo los pedazos de alma que se estaban yendo. Sí, feliz.
No había terminado de tragar a las larvas cuando un hedor distinto me hizo dar un gran salto, tratando de volar. Sentía un jadeo ajeno, cerca. El calor de su aliento se metía en mi nariz. Olía y era peligro, tal vez. ¡La lagartija! Había asomado, pues. Ahí estaba su cabeza triangular, entre dos tabiques carcomidos. Ahí sus ojos legañosos, mirándome. De hambre, brillando. Pese al dolor yo aleteaba, sin poder elevarme, tratando, tratando. Unos saltitos torpes di, parece. Perdiendo el equilibrio, cojeando. Había aumentado el dolor de mi herida. Ahí venía, ahí. Encogiéndose como culebra, ladeándose, pasó su cuerpo por entre los tabiques y entró. Ahí estaba la largatija, pues. Se me fue acercando despacito y sin quitarme la vista. ¡Qué grande parecía! Rápida, rápida en sus dos patas, corría hacia mí. La vi abrir su bocaza. Vi las dos hileras de sus dientes, curvos, blancos, y su vaho me cegó. Sentí su mordisco, sentí que me arrancaba el ala lastimada. Tenía tanto miedo que el dolor se fue. Me iba mareando más, como durmiendo me iba. Y veía su piel verde, ajada, el buche que le latía, digiriendo, y cómo entrecerraba sus ojotes al tragarse ese bocado de mí. Me resignaría a mi suerte, entonces. Más bien. Con tristeza, quizás. Esperando que acabara de comerme. Luego, ya comida, pude ver, desde su adentro, desde su alma, a través de sus ojos saltones, todo era verde, que regresaba mi familia.
Entraban a la cabaña con la aprensión de antes. ¡Ya no estaba! ¿Dónde se habría ido, pues?, diciendo. Se acercaban al rincón de la chicharramachacuy, mirando, buscando. ¡Vacío! Respiraban aliviados, como salvados de un peligro. Sonreirían, contentos. Ya nos habremos librado de tanta vergüenza, pensando. No tendrían nada que ocultar a las visitas ya. Ya podrían reanudar la vida de todos los días, tal vez.
Así terminó la historia de Tasurinchigregorio, allá por el Kimariato, río del tapir.
Le pregunté a Tasurinchi, el seripigari, el significado de lo que viví en esa mala mareada. Reflexionó un rato e hizo un gesto como para apartar a un invisible. «Sí, fue una mala mareada», reconoció por fin, pensativo. «¡Tasurinchigregorio! Cómo será eso. Malo debe ser. Cambiarse en chicharramachacuy será obra de kamagarini. No sabría decírtelo con seguridad. Tendría que subir por el palo de la cabaña y preguntárselo al saankarite en el mundo de las nubes. Él lo sabría, tal vez. Lo mejor es que te olvides. No hables más de eso. Lo que se recuerda, vive, y puede volver a pasar.» Pero yo no he podido olvidarme y ando contándolo.,