Hace años, me encontraba yo deglutiendo silenciosa y plácidamente la programación infantil propia de mi edad en aquel entonces y de las navideñas fechas que eran, junto con los también propios dulces del tiempo, cuando entre el edulcorado Disney y los gramaticalmente planos Hanna-Barberá vino Charlie y la fábrica de chocolate a abrirme los ojos sobre la vida en general, y en particular sobre la naturaleza de los medios de comunicación y la industria de las golosinas.
No es solo la sensación de duda de lo real. En esa teoria de la conspiracion a nivel ontológico que es Matrix, las mutaciones y giros conducen al ser esencial, como en un cuento infantil o una novela de caballerias. Se reduce a una fantasía con solipsismo un poco trivial. Pero la fábrica de chocolate es distinta: como en la metamorfosis de Gregor Samsa, en los insectos de terciopelo azul o en el sueño de una noche de verano, las mutaciones llevan al no-ser y a Cthulhu.